La realidad es diferente para cada ser humano; porque se encuentra delimitada por el horizonte que cada sujeto pueda ver, atendiendo al modelo cultural en el cual se encuentra inserto, a la forma en que fue educado para captarlo.
La educación precisamente, tiene como meta homogeneizar y condicionar ese universo, el cual se estrecha y fragmenta cada vez más, especialmente en un modelo globalizado que impone códigos homogéneos, sobre los cuales debe y tiene que mirarse y sentirse el mundo, especialmente, para la competitividad y poderse sostener en el mercado.
Paradójicamente mientras más avanza el mundo, perdemos los sentidos agudos que nos permitían enfrentarnos a medios agrestes y adversos; cada día somos más vulnerables a los virus y al medio congestionado y artificial que hemos reinventado.
La virtualidad nos hermetiza, momifica en vida, nos coloca alerta frente al ataque y la sorpresa del otro, que se nos hace peligroso frente al miedo, que es en estos momentos el que más vende.
La capacidad de tolerar y aceptarnos especialmente en la diferencia, y el fracaso, se fragmentan en cada devenir; dormimos, comemos y sentimos menos, en tanto la depresión y el estrés nos esperan en la esquina, antes de llegar el atardecer.
Nuestra mirada permanece ya no frente al mundo, contemplando el horizonte, o la bóveda celestial, sino frente al ordenador o celular, mendigando una voz que nos acompañe en nuestra eterna soledad; con la promesa de ganar comodidad, cada vez perdemos calidad de vida, de esta trampa mortal, se nos dificulta escapar, como aquellos animales de piel delicada que pagan su cuota de sufrimiento, por exhibir sus galas a la codicia humana.
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