Seres maravillosos que habitan esta tierra, que la hacen florecer, que le dan
sentido a la vida, que se multiplican
con el olor de los campo, con la lluvia, con la cosecha y la sequía, con los cielos nublados o soleados.
Seres que permanecerán
por una eternidad en la memoria de quienes tuvimos el privilegio de conocerlos, seres que le dan sabor y sentido a los días y a la vida, al pan que saboreamos con una
arepa caliente en las mañanas,
acompañado de una taza de chocolate.
Seres que aunque ya no estén, aunque hayan partido antes,
han quedado para siempre, por siempre, porque nunca morirán a pesar de que nos
llegue el momento final.
Vivirán por siempre en el sereno, en la
superficie de las aguas, en el copo de los árboles, en la brisas que agitan nuestros cuerpos, en el
canto de los pájaros, en el viaje colorido de las traviesas mariposas en los
bosques profundos, espesos y misteriosos.
Ellos nunca morirán porque ahora viven más que nunca dentro de nuestros, y en lo más íntimo de nuestras entrañas, ellos son el aliento para despertar cada mañana.
Ellos nunca partirán, ellos nunca se irán.