lunes, 25 de noviembre de 2013

Sin que a nadie le importe nada

Casas de barrio popular,

donde crecen los niños

como granos de arroz;

y los perros y gatos

acompañan su soledad,

mientras la mamá y el papá,

si acaso está,

la vida se salen a rebuscar,

con una venta informal.

Casas en cinturones,

en faldas de zanjones,

a orillas de ríos y quebradas,

alejadas de las calles,

sin que a nadie le importe nada,

distantes de inquietas miradas,

donde crece en el suelo de tierra,

el mango y aguacate,

y arán su suelo, las gallinas y ratas.

Casas de techo de plásticos y latas,

aferrados a la madera

y muros de cartones,

con lazos, alambres y cabuyas,

casas que saben

que lo que otros botan

es para su hogar.

Casas que entienden

lo que es reciclar e improvisar,

aunque a sus niños,

una infección les mande al hospital,

o al más allá.

Casas de campo a la orilla de cañadas

y quebradas de una ciudad

que las tiene olvidadas.

Casas sacudidas por el hambre

y la violencia,

casas a las que se trepa

por la empinada montaña

como hombre araña.

Casas de lodo, de barranca,

empinadas e imponentes,

retantes en medio de una falda.

Esas casas tan parecidas

a las que se dejaron en la montaña,

con las vacas, los toros, los perros,

los gatos, las gallinas y plantas;

cuando la violencia enterró su daga,

atravesando su humilde entraña.

Casas…, déjame ver esas casas

que en medio de la ciudad, recuerdan

porque la violencia nunca se acaba;

porque en medio de una cañada,

a sus gentes,

la ciudad las tiene olvidadas.

Casas que la tempestad

si las recuerda,

para recuperar su morada,

llevándose a su paso,

sus humildes gentes,

de frágiles casas,

cuando se crece la quebrada,

cuando se hunde la cañada,

sin que a nadie le importe nada.