Casas de barrio popular,
donde crecen los niños
como granos de arroz;
y los perros y gatos
acompañan su soledad,
mientras la mamá y el papá,
si acaso está,
la vida se salen a rebuscar,
con una venta informal.
Casas en cinturones,
en faldas de zanjones,
a orillas de ríos y quebradas,
alejadas de las calles,
sin que a nadie le importe nada,
distantes de inquietas miradas,
donde crece en el suelo de tierra,
el mango y aguacate,
y arán su suelo, las gallinas y ratas.
Casas de techo de plásticos y latas,
aferrados a la madera
y muros de cartones,
con lazos, alambres y cabuyas,
casas que saben
que lo que otros botan
es para su hogar.
Casas que entienden
lo que es reciclar e improvisar,
aunque a sus niños,
una infección les mande al hospital,
o al más allá.
Casas de campo a la orilla de cañadas
y quebradas de una ciudad
que las tiene olvidadas.
Casas sacudidas por el hambre
y la violencia,
casas a las que se trepa
por la empinada montaña
como hombre araña.
Casas de lodo, de barranca,
empinadas e imponentes,
retantes en medio de una falda.
Esas casas tan parecidas
a las que se dejaron en la montaña,
con las vacas, los toros, los perros,
los gatos, las gallinas y plantas;
cuando la violencia enterró su daga,
atravesando su humilde entraña.
Casas…, déjame ver esas casas
que en medio de la ciudad, recuerdan
porque la violencia nunca se acaba;
porque en medio de una cañada,
a sus gentes,
la ciudad las tiene olvidadas.
Casas que la tempestad
si las recuerda,
para recuperar su morada,
llevándose a su paso,
sus humildes gentes,
de frágiles casas,
cuando se crece la quebrada,
cuando se hunde la cañada,
sin que a nadie le importe nada.